sábado, 3 de febrero de 2007

Entrevista a Roberto Bolaño

Mayo de 1999, Blanes, España.

       En los 70 y los 80, según cuentan, parece que era un rito instituido que toda persona que pasaba por París y tenía algo que ver con la literatura y podía conseguir su dirección o su teléfono, se acercaba a Julio Cortázar y disfrutaba de su famosa cordialidad. La misma que algunos críticos han querido ver en sus textos. Sospecho que en el futuro pasará algo similar con Roberto Bolaño. Imagino que el pequeño pueblo de Blanes, a tan sólo una hora en tren de Barcelona, puede llegar a recibir hordas turísticas latinoamericanas si la cordialidad con la que recibe Bolaño a sus visitantes se hace famosa. Por eso, y porque creo que cualquier cosa que diga no hará más que acrecentar el mito y desmerecer la amabilidad infinita con la que me trataron él, su esposa Carolina y su increíble hijo Lautaro, sólo contaré una cosa. Cuando volví a Buenos Aires y me dispuse a desgrabar los cinco casetes que daban testimonio de tan sólo una parte del largo diálogo que sostuvimos un cálido domingo de mayo, entre un almuerzo chino y una merienda catalana, me encontré con las cintas totalmente borradas. Le escribí consternado, inconsolable, no tanto por mí como por su amabilidad, traicionada por los imponderables de la técnica. A modo de respuesta, a vuelta de correo, él me mandó su propia versión del reportaje reconstruido, algo que sospecho que también se puede leer como uno de sus cuentos. Juro que cuando lo leí pensé que era una de las mejores entrevistas que jamás he realizado en mi vida.
       –Estimado Bolaño, me dijeron que usted sólo bebe té.
       –Por favor, tuteemonos.
       –Es que me da no sé qué tutearlo.
       –Pero, ¿por qué?
       –No sé, supongo que por respeto.
       –Bueno, los jóvenes de hoy son muy respetuosos. Yo a los 22 años fui a hacerle una entrevista a Onetti y lo primero que hice fue tutearlo. Y Onetti, la verdad es que imponía. Nada que ver conmigo, que además de ser un pésimo escritor (ojito: comparado con Onetti), tengo un talante franco y juvenil.
       –Pero se está quedando calvo, maestro.
       –Una tonsura de nada.
       –¿Es Onetti su escritor preferido?
       –Por el amor de Cristo, ¿es que definitivamente no nos vamos a tutear?
       –Perdón.
       –No, Onetti no es mi escritor favorito. No tengo ningún escritor favorito.
       –Pero tú lo entrevistaste y además lo tuteaste.
       –Vivía en México. Onetti estaba en su hotel. Yo llegué poco antes de que se marchara. Onetti estaba haciendo las maletas y yo le ayudé. Le dije: Juan Carlos, ¿te ayudo a hacer las maletas?, y él dijo sí, joven, buena idea, usted comience por esa y yo seguiré haciendo esta. Así que yo abrí una maleta de cuero, la recuerdo perfectamente, una maleta de cuero marrón claro, como de caballo bayo, y me puse a meter ropa y medicinas y algún que otro libro.
       –¿Onetti a usted no lo tuteó?
       –Pues ahora que lo pienso, no.
       –¿Y qué libros leía Onetti?
       –No creo que leyera los libros que yo guardé en su maleta. Eran libros, hasta donde recuerdo, de autores mexicanos contemporáneos, todos dedicados, y cuando vio que yo los estaba metiendo en la maleta me dijo no, joven, los libros no, así que yo los saqué y los puse sobre la cama. Después Onetti los metió en una bolsa de plástico de las que daban en el Gigante, un supermercado que había en todos los barrios del DF, e incluso me dijo que si me gustaba alguno que me lo quedara. Yo le dije que prefería no quedarme con ninguno y Onetti cogió entonces la bolsa y la tiró en la papelera.
       –¿Tiene usted la impresión de que Onetti no necesitaba libros?
       –Sí. En cualquier caso, creo que necesitaba pocos libros.
       –¿Y esa entrevista en dónde salió?
       –Iba a salir en una revista de cuyo nombre prefiero no acordarme, pero al final no salió. Es más, como Onetti ya se iba lo que yo hice fue ayudarlo a hacer las maletas y luego cargué las maletas hasta la recepción, hasta ahí yo creía que la entrevista finalmente se realizaría, pero en la recepción le dijeron a Onetti que ya había un taxi esperándolo en la puerta, así que lo acompañé hasta el taxi y luego Onetti se fue, naturalmente. No pude hacer la entrevista.
       –Qué mal.
       –Antes de meterse en el taxi Onetti me dio dinero. Ya no recuerdo cuánto. Me dio tres billetes y todas las monedas que tenía en el bolsillo. Se ha devaluado tantas veces el peso mexicano que ya no recuerdo si fueron quince pesos o quince mil pesos. Probablemente ambas cifras estén erradas. Pero alcanzaba para cenar e ir luego al cine. O para comprarme dos libros. En aquellos años los libros no eran caros.
       –¿Y la entrevista?
       –La entrevista me la inventé, pero no la quisieron publicar.
       –¿Cuántos años vivió en México?
       –Desde 1968 hasta enero de 1977. Con un intervalo de unos cuantos meses, poco más de medio año, en que estuve viajando por Centroamérica con destino a Chile. A Chile llegué en julio o agosto del 73 y volví a marcharme en enero del 74.
       –¿La cantidad de viajes que experimentan sus personajes es una suerte de búsqueda poética, como la que parece llevar a cabo su escritura, o son estos viajes una suerte de metáfora de la pérdida del sentido de la vida de sus personajes?
       –Los viajes son accidentales.
       –¿Cuál es su concepción de la novela, la estructura o la desestructura?
       –No lo sé, querido Damiani, ¿cual es para usted?
       –Creo que la desestructura, o la estructura desestructurada, pero tampoco estoy muy seguro.
       –Mire, para mí la mejor concepción (aunque tal vez debería decir definición) de una novela es aquello que dijo Stendhal de que una novela era un espejo que se paseaba a lo largo de un camino. O es un espejo o son varios espejos, o van en una dirección los espejos o van en todas las direcciones posibles, a veces vuelan y otras veces se rompen y entonces hay siete años de mala suerte (para el escritor), pero básicamente la idea es esa, un espejo que discurre a lo largo de un camino. En cierto modo se podría decir que es un ejercicio de la voluntad.
       –Hay novelas en donde la voluntad ha sido eliminada, anulada.
       –¿Qué novela recuerda usted de ese tipo?
       –La metamorfosis de Kafka.
       –Podría ser. O Bartleby de Melville.
       –Las tribulaciones del estudiante Törless, por ejemplo, es una novela en donde la voluntad está extirpada a medias.
       –¿Y Alicia en el país de las maravillas?
       –Alicia, en cierto sentido, es como Guerra y paz.
       –Siguiente pregunta.
       –¿Por qué vive en Blanes?
       –Por azar.
       –Ezequiel de Rosso sostiene que la mayoría de los cuentos de Llamadas telefónicas conforman un universo paranoico. ¿Está usted de acuerdo?
       –Es posible. En cualquier caso me gustaría estar de acuerdo.
       –¿Por qué le puso Sensini al personaje principal del primer cuento de Llamadas telefónicas?
       –No lo sé. Supongo que el nombre evocó en mí una cierta "sensibilidad", una cierta "fragilidad". También hay un jugador de fútbol llamado así, argentino, que juega en Italia. Creo que es bastante bueno. Es un defensa, pero se va al ataque apenas lo dejan. Aunque ahora, la verdad es que estoy pensando en otras cosas.
       –¿En qué?
       –En lo que ha dicho sobre la voluntad y el vacío de la voluntad. Y en que su obstinación en no tutearnos ha conseguido que yo tampoco lo tutee a usted. Algo debe significar.
       –¿Usted es de los que creen que todo tiene un significado?
       –No, yo creo que somos más bien personajes del azar. Aunque a veces quisiera creer que todo está interrelacionado y que todo conforma un lenguaje y por tanto que en cualquier cosa es dable encontrar un mensaje. Un mensaje posible o tal vez un mensaje imposible, pero eso es ya otra cosa. Ayer por la noche vi en la tele una serie en donde uno de los actores decía que puede que Dios se haya puesto a hablarnos. Puede que Dios esté hablando sin parar desde el siglo diecinueve hasta hoy o desde 1914 hasta hoy, no lo recuerdo, y que el problema es un problema de lenguaje, de comprensión. Es como decir: los extraterrestres llegaron a la Tierra hace doscientos años, pero somos incapaces de verlos.
       –No me va a decir ahora que es usted religioso.
       –No, o no mucho, que es una respuesta más ajustada.
       –¿Cómo ve la nueva narrativa chilena en particular y la latinoamericana en general?
       –Bueno, sobre la nueva narrativa chilena no tengo nada que decir, en primer lugar porque no creo que exista, en segundo lugar porque hasta ahora no he podido terminar de leer ningún libro de un narrador joven chileno. La nueva narrativa latinoamericana, tal vez en ese margen sea posible encontrar algo. Pero me temo que los nuevos narradores latinoamericanos estamos envejeciendo demasiado aprisa, es decir que de "nuevos" ya tenemos muy poco. Me interesa César Aira. Me interesan los experimentos de Aira. Leo con atención a Juan Villoro. Tal vez el mejor cuentista actual latinoamericano sea Rodrigo Rey Rosa.
       –¿Cuál fue el escándalo reciente en el que estuvo envuelto por un artículo periodístico producto de la invitación que recibió para ir a Chile?
       –Herí algunas sensibilidades a flor de piel, como diría Nicanor Parra. Chile es el país puntero de Latinoamérica en tener más cursis por kilómetro cuadrado. El humor y la cursilería están reñidos desde siempre.
       –¿Se podría decir que Joanna Silvestri es uno de los pocos cuentos latinoamericanos que juega con el género pornográfico?
       –No lo creo. Ese cuento que usted menciona es un cuento más bien melancólico.
       –Otro de sus cuentos, Sensini, es una suerte de clase magistral sobre la literatura argentina de la década del 80. ¿Cómo la ve ahora?
       –Bien, bien, como siempre. La literatura argentina es cosa aparte. Tal vez como la mexicana. A mí, de alguna manera, la literatura argentina y la mexicana me recuerdan a la literatura francesa. No la literatura francesa de ahora, sino la que se escribía y vivía a finales del siglo diecinueve. Tanto en lo bueno como en lo malo. Posiblemente más en lo malo.
       –¿Cómo se le ocurrió la idea de Literatura nazi en América?
       –No sé. Salió. Su genealogía, en cualquier caso, es clara. Viene de La sinagoga de los iconoclastas de Wilcock, que viene de Historia universal de la infamia de Borges, que viene de los Retratos reales e imaginarios de Alfonso Reyes, que viene de las Vidas imaginarias de Schwob, que viene de la prosa de los enciclopedistas. Como puede ver, el mío es el peor de la estirpe.
       –¿Cómo y cuándo escribe?
       –En ordenador. Por las mañanas. Antes, hace años, escribía por las noches y a mano, y creo recordar que mi relación con la literatura era mejor. Pero eso se acabó.
       –¿Cuáles fueron los libros y/o los autores que más lo influyeron?
       –Mark Twain. Hubo un tiempo en que me gustó mucho Twain. Poco después, y esto es bastante raro, me dediqué a leer la obra completa de Dostoievsky, salvo Los Hermanos Karamazov, que no quise leer porque había visto la película. Entre medio hubo otro autor. Puede que fuera Victor Hugo. Yo debo de ser el único de mi generación que ha leído casi todo Victor Hugo. De hecho a los dieciséis años, cuando vivía en México, y todo era grande y adverso para mí, durante mucho tiempo creí ser “El hombre que ríe”. Me subía a los autobuses mexicanos o entraba a los billares con una mueca rarísima en la boca.
       –¿Estaría de acuerdo con esa frase de Faulkner que sostiene que todo novelista es un cuentista frustrado y que todo cuentista es un poeta frustrado y, agregaría yo, que todo poeta es un músico frustrado?
       –La frase es muy bonita. La idea también es bonita, pero no tanto. A veces pienso que todo artista es un ser humano frustrado. Otras veces, por el contrario, pienso que todo artista es un samurai, un asesino a sueldo, un aventurero. Es decir un ser humano frustrado, pero peligroso. Que vive en el peligro de la libertad limítrofe. En cualquier caso yo soy poeta, cuentista y novelista y sin embargo no me siento (al menos no las veinticuatro horas del día) un músico frustrado. Me hubiera gustado ser detective.
       –¿Usted cree que el artista es ese ser que se arriesga hasta los límites de la cordura y para el que no parece haber diferencia entre arte y vida?
       –Yo creo que ante todo, pero sobre todo ante los amigos, ante la mujer, ante los hijos, un artista debe ser una persona agradable. A-gra-da-ble. No poner más basura en el basurero. Hay un poema de William Carlos Williams que habla de eso. Si no puedes traer aquí algo que no sea tu propia mierda, mejor márchate. Después de eso, creo que un artista debe parecer un artista y no un vendedor de seguros o un banquero. Sobre la diferencia entre el arte y la vida, pues qué quiere le diga, amigo Damiani: No hay ninguna diferencia, es exactamente la misma cosa.
Marcelo Damiani

viernes, 2 de febrero de 2007

Éxodo

Para Martín de Brum

       Hace exactamente un libro atrás yo era un perfecto desconocido para todos ustedes. Mi fama actual, según los sociólogos, se debe al equívoco que me atribuye dos descubrimientos capitales para el futuro de la humanidad: El origen de la literatura y el del sentido de la vida.
       Todos los que han leído mi debut en el campo de las letras recordarán que ahí adjudicaba mi primer hallazgo al genio impar de L. A. Peter. Sin embargo, cuando el filósofo peninsular se enteró de mi cita, declaró públicamente que él jamás había dicho tamaña estupidez. Este elogio que me honra del señor Peter (defensor de la opinión que entre el elogio y el insulto no hay diferencia) sólo puede ser agradecido de la siguiente forma: "Señor Peter: Usted es un Idiota".
       Los efectos del descubrimiento del sentido de la vida, en cambio, superaron totalmente mi capacidad de asombro. Estos son los hechos: En medio de una fiesta fastuosa, después de hacer público mi modesto éxito, le encargué al Gato que escribiera una crónica fiel de lo sucedido esa noche, para informar al mundo de tamaño acontecimiento. El Gato, en vez de hacer lo que yo le había ordenado, garabateó una suerte de relato que fue leído como un cuento. Mi público, sin embargo, supo ir más allá de la superficie del hecho y llegar así a la esencia de mi iluminación trascendental.
       El problema, amigos, es que la fama cuesta; y cuesta caro. Así es que ahora me encuentro recluido en el anonimato de este cementerio, esperando que el implacable devenir aplaque la intempestiva insistencia de mis admiradoras, deseosas de apoderarse de una parte concreta de mi cuerpo. Sí, sí, estoy hablando de mi mano: La misma que escribió el ya célebre prólogo "Génesis" y la misma que ahora está describiendo mi "Éxodo". Esta es la razón por la que he tenido que huir del mundillo de las luminarias y los divos, autoexiliándome en este panteón posmoderno con aire acondicionado y computadora, para arremeter nuevamente con mi pluma temeraria contra la hipocresía que rodea estos claustros.
       El Gato, apodo cariñoso del autor de este libro, enterado del castigo que le he infligido al mundo por medio de mi ausencia, apareció por acá el otro día para rogarme que reviera mi terminante decisión. En realidad, ahora que lo pienso, sus palabras textuales fueron de una incoherencia calculada. Dijo que bajo ningún punto de vista quería que yo siguiera prologando sus libros, cuando en realidad todo el mundo sabe que yo no soy su prologuista personal sino que es él mi escritor exclusivo. Yo, conocedor de la lógica enmarañada de los gatos, comprendí inmediatamente el doble sentido de su astuta provocación. El Gato, por una parte, no se animaba a pedirme las líneas necesarias para apuntalar su nuevo opus, como lo había hecho exactamente un libro atrás, dado que aún se sentía culpable de las molestias que me había ocasionado su anterior pedido. Por otro lado, el joven escriba sabía que yo no podría resistir su reto, y así me haría salir de mi cruel ostracismo. Sin pensarlo tres veces, le retruqué que yo siempre había conocido los riesgos de la fama, y dándole a entender que comprendía perfectamente sus felinas intenciones, añadí sonriente que le tendría listo su prólogo en una semana y media. El Gato me miró perplejo. Le repetí que no se preocupara, y luego de meditarlo un poco comenté que en esta ocasión esperaba no tener que leer todo el libro como la vez anterior. Interpreté su retirada como una evidente respuesta afirmativa.
       Ahora bien, no siendo la modestia, afortunadamente, uno de mis defectos, me veo en la obligación de confesar que todos y cada uno de los méritos de este libro me pertenecen, mientras que todos y cada uno de los errores le pertenecen exclusivamente al autor.
       Primero y principal: Fui yo y no otro quien presentó al Gato y a David. En esa ocasión, durante la famosa fiesta donde descubrí el sentido de la vida, sugerí proféticamente que las aventuras del afamado guionista serían un buen argumento para escribir un libro.
       Segundo y secundario: Fue el Gato y no otro el que después de la desaparición de David se apropió de todos sus textos inéditos (aunque según él sólo buscaba el guión original de su primera novela) para podar la fluidez decimonónica de la obra del guionista en función de la decadente concepción fragmentaria del arte contemporáneo.
       Tercero y terciario: El Gato, siguiendo sus creencias románticas, ha hecho una lectura mística de la muerte de David. Para mí, en cambio, es obvio que la desaparición del guionista obedece a un sólo y carnal motivo: Él había matado a su mujer y tenía que desaparecer como el cuerpo de ella.
       Por lo tanto, dado que soy una parte demasiado constitutiva del libro, no creo que sea ético que yo hable muy bien de él. Sin embargo, teniendo en cuenta que después de todo soy el artífice y mentor y casi casi el único autor del mismo, tampoco puedo evitar decir que lo que ahora tienen en sus manos, mis timados lectores, es un verdadero espectáculo.

Alan Moon

jueves, 1 de febrero de 2007

"El oficio de sobrevivir" según Página/12

       "La veneración a Terry Gilliam y el elogio a Doce monos de uno de los narradores-personajes nos recuerda a una circularidad de sucesos, de causas y consecuencias que entraron en un eterno retorno en el cual somos testigos de una de las vueltas. En cambio la circularidad en la novela de Damiani está sugerida, montada a la ilusión que genera la sensación de lo inevitable. Los personajes, que como piezas de ajedrez o muñecos de trapo se van despertando, tomando decisiones para revolcarse en el azar más que para armar un camino, logran desplegar densas reflexiones en acotadas intervenciones. Está muy bien lograda la expansión de la vitalidad de los personajes, gracias a que la prosa no se pierde en juegos de cajas chinas y que tampoco las descarta para sostener una saludable ficción."
 
       La nota completa acá.